Juan Camilo Rincón, un cronista literario en el puerto

En la librería Lerner, de Bogotá, el periodista Juan Camilo Rincón hace un gesto que resume su emoción. Se toma la barbilla, expectante, mientras escucha las respuestas del escritor Guillermo Arriaga, el guionista y cineasta cuya voz queda grabada en el registro de una entrevista de alguien que admite ser su fan, uno que ha visto todas sus películas.

Los guiones de Amores perros (Alejandro González Iñárritu, 2000), 21 gramos (González Iñárritu, 2003) o Babel (2006) —todos escritos por Arriaga— suelen mencionarse en cátedras de producción cinematográfica con la frecuencia que los maestros de literatura nombran a Gabriel García Márquez. Rincón recuerda una escena y otra mientras escucha las reflexiones del autor de la novela El Salvaje, a quien define como un ‘súperhombre’, uno que ha pasado siete años sin publicar un libro, pero que continúa siendo referencial, tanto como Robert McKee, de quien se dice que es capaz de sintetizar en un seminario (su Story seminar) la receta para crear universos que, en la ficción, funcionan como cabezazos hacia un espectador que el guionista ha agarrado por el cuello, por usar una metáfora narrativa de Edgar Allan Poe.

El impacto de cada historia, al menos en Arriaga, surgió de sus lecturas de Juan Rulfo, a quien admitirá como su referente. Cinco días después de conocer al escritor, Juan Camilo llega a Guayaquil, y explica que la cita fue parte del proyecto investigativo «De Comala a Macondo: la relación de las regiones más transparentes de Latinoamérica», con el cual ganó una beca internacional del Fonca (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes), y que lo ha llevado a dialogar con todos los autores que le puedan hablar de la relación entre su país (Colombia) y México.

En la grabadora de Rincón resuenan las voces de Elena Poniatowska, Paco Ignacio Taibo II, Mario Mendoza, Juan Gustavo Cobo-Borda o Jorge Franco… testimonios con los que pretende armar un rompecabezas que una dos fronteras, sobre las que ya ha trazado sus líneas la narcoliteratura.

En uno de los sofás del Centro de Convenciones de Guayaquil Simón Bolívar, frente a uno de los ventanales que van a dar a la pista del exaeropuerto que un día llevó el nombre de El Libertador, Juan Camilo Rincón admite que el nombre de su proyecto surgió de la más célebre novela de Carlos Fuentes (La región más transparente), pero agrega un matiz:

—La idea fue de Alexander von Humboldt, quien llegó a México y lo describió así, como «la región más transparente».

En cuanto al país de García Márquez, el periodista dirá que es donde más a flor de piel está el alma latinoamericana, argumentando que la unidad violencia-pasión-deseo contiene lo esencial de la región.

—Un colombiano es una bomba de tiempo que puede estallar en cualquier momento, para darle alegría a otra persona como para ponerlo en una situación de riesgo —reirá sin bromear—. Esa dualidad es la que nos forma, nos ha generado un carácter y nos identifica también.

El autor fue invitado a la reciente Feria del Libro de Guayaquil, certamen en el que le dijo a un auditorio: «Hay un concepto de narración de lo común y de la calle en los autores de la región y que se creó a partir del lenguaje del campo, después urbano, que se dibujó en Macondo y Comala».

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En el cuento titulado Ulrica, Jorge Luis Borges puso en escena a un profesor colombiano que se enamora de una chica, la que da nombre al cuento y escribe un diálogo iniciado por el maestro:

«Aclaré que era colombiano.

Me preguntó de un modo pensativo:

—¿Qué es ser colombiano?

—No sé —le respondí—. Es un acto de fe».

Juan Camilo recuerda cada pasaje. No en vano ha coleccionado libros sobre Borges y releído aquella frase de Javier Otálora, el personaje ficticio que evoca en el libro Ser colombiano es un acto de fe. Historia de Jorge Luis Borges y Colombia.

—Desde que Bolívar le puso un nombre a estas grandes tierras, unificándonos, ese acto está ahí, como concepto, uno que se basa en la esperanza, como virtud nuestra, muy propia, porque los colombianos lo manejan de cierta forma, sin rendirse a pesar de las bombas, como las de los años ochenta, que no impedían que se celebre la  Navidad, el fin de año… Todo eso lo lleva a uno a ver que hay que vivir más rápido, en cada momento y segundo.

El paso del tiempo no desmentirá la frase del cuento, piensa el autor que escribe ensayos (el último, ilustrado, lleva el título Viaje al corazón de Cortázar. El Cronopio, sus amigos y otras pachangas espasmódicas) para lectores-coleccionistas, como él. El carácter de esos libros sirve para quien quiere reunir toda la información sobre el narrador que lo encantó.

«Es que Comala es como un estado del alma», le dirá Natalia Consuegra, su esposa y la mexicana Mónica Lavín dirá que es un no-sitio que le recuerda un verso de Sor Juana Inés de la Cruz: «Óyeme con los ojos» porque con Rulfo «las fotografías suenan, él sabía oír las palabras, el viento se escucha, su prosa tiene textura», la de Tuxcacuesco, el pueblo que dio lugar a la ficción, en el sentido en que Aracataca engendró a Macondo a través de García Márquez y sus Cien años de soledad.

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Del puerto principal (donde el escritor Jorge Velasco Mackenzie fabuló Matavilela, un barrio real que aparece en El rincón de los justos), Juan Camilo Rincón quería conocer La Rotonda, ver la estatua guayaquileña que representa el encuentro de Bolívar y San Martín, porque admira la épica de esos personajes con la fuerza que lo deslumbra la ficción hecha a partir de lugares reales. Fue la semana pasada, un día nublado, y Rincón reflexionó:

—Los lugares del mundo que han sido narrados pueden desencantar a sus lectores. Es posible que al llegar al lugar leído alguien diga una frase de Pedro Páramo:

 

«Está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren al llegar al infierno regresan por su cobija»

El periodista también recordará que el aire frío de Bogotá ‘hacía sentir vivo’ a Borges y que João Guimarães Rosa ya había descrito a esa ciudad como «la cárcel de los Andes». Esas frases, simples, bellas que a veces exhalan nuestros abuelos forman un eco que sobrevive al paso del tiempo.

—Rulfo es el alma latinoamericana. Las capitales de la región están en la Costa, incluso Río de Janeiro le antecedió a Brasilia; pero nosotros, con Quito y Bogotá, elegimos las montañas para eso. Nos alejamos del mar y centralizamos todo. Preferimos el frío, eso hace que la concepción de la historia, de cómo se escribe el país sea diferente. La ciudad toma entonces una concepción gris que amaremos igual.

Rincón ensaya mapas de la literatura de América Latina, los trazos recorren el tiempo y hacen anotaciones especiales cuando un autor como Arriaga continúa hablando de un escritor nacido hace un siglo.

Colombia y la crónica literaria

—García Márquez suele ser visto como un gran sol, que a veces funcionó como un eclipse para otros autores…

—Llegó el boom y dibujó un mapa literario en el mundo donde ya estábamos ubicados —dice Rincón—, hubo eclipses, sí, lo padecieron los escritores del posboom y, ahora, los nietos de esos soles reconocemos la herencia, el que nos hayan narrado la historia de la tierra y su relación con el campesino que viajaba y se relacionaba con otros.

Mario Mendoza pone a los personajes de Satanás en Bogotá, Bolaño en México. Eso quiere decir que los abuelos siguen vivos, usamos algunas de sus herramientas en lo urbano. El boom contaba su relación con el pasado y ahora está de moda narrar la relación con el pasado de los escritores actuales, que cuentan lo que vivieron de su infancia, como una recordación.

—¿A quién te falta entrevistar?

—Tengo un sufrimiento grandísimo: Nicanor Parra acaba de cumplir 103 años y quiero que me diga unas palabras. Aquí cumplí un sueño muy grande que fue entrevistar a Leonardo Padura.

—¿Qué crónicas literarias publicarás mientras transitas de Macondo a Comala?

—Acabo de escribir una relación de la Generación del 27 con la vida de esa época. También un texto sobre los cien años del natalicio del fotógrafo Leo Matiz. Me gusta explorar la vida y lo literario de los autores.

—¿Qué tan transparente es el territorio colombiano en estos tiempos?

—En la pasión hay violencia, en la forma de bailar o en la manera en que nos entregamos. La vaina es utilizarla o no para afectar a otros, allí es cuando entramos en desmesura, pero siempre hay mucha fuerza, en lo bueno o malo.

—Si la paz se consolidara en tu país, ¿crees que ‘ser colombiano continuaría siendo un acto de fe’?

—Es un credo que no solo es cristiano, pese a la importancia de la visita del Papa, por ejemplo… Él vino a hablar sobre la paz, un tema que hace que las personas que no apoyaron el plebiscito, en el que ganó el ‘no’, apoyen de cierta forma la propuesta. La religión se usó para atacar el proceso y él dice que es bueno. Está bien porque una paz no va a llegar a consolidarse si el pueblo no la apoya. Pocos pueden firmarla, sí, pero si no hay un concepto de perdón y olvido no va a ser algo que dure.

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Los Rastros de Juan Rulfo en Latinoamérica

(Fragmento del artículo publicado en la revista Libros & Letras)

Por Juan Camilo Rincón

Dos libros serían los grandes bastiones de la ruptura con la literatura regionalista de América Latina, El llano en llamas y Pedro Páramo. Juan Rulfo fue uno de los padres de la literatura moderna latinoamericana, y desde su país hasta el cono sur fue profundamente admirado por los escritores que lo siguieron o fueron sus contemporáneos.

El escritor y maestro Alfonso Reyes dijo sobre él: «Puede considerarse realista la novela de Rulfo porque describe una época histórica, pero seguramente su valor reside en la manera peculiar con la que se supo manejar esta historia, donde la narración lanzada sobre distintos planos temporales cobra un sabor singular que intensifica la condición misma de los hechos. Una valoración estricta de la obra de Rulfo tendría que ocuparse, necesariamente, del estilo que este escritor ha logrado manejar en forma tan diestra, en su extraña novela Pedro Páramo».

Otro grande de las letras mexicanas que lo admiró fue Carlos Fuentes, y bien supo expresarlo con un contundente «Rulfo, es el novelista final». Además, afirmó que «al situar a la muerte en la vida, en el presente y, simultáneamente, en el origen, Rulfo contribuye poderosamente a crear una novela hispanoamericana moderna». Por su parte, su gran amiga Elena Poniatowska planteó en un homenaje hecho en 1980 al creador de El gallo de oro, que «para sacarle provecho a Rulfo hay que escarbar mucho, como para buscar la raíz del Chinchayote. Rulfo no crece hacia arriba sino hacia adentro». Otro de sus compatriotas, Fernando del Paso, Premio Cervantes en 2015, dijo de él: «Sí, Juan, volver a leerte, volver a escuchar tu voz será siempre una alegría aunque nos hables y nos sigas hablando tanto, ¡ay, Juan!, de la tristeza».

Moviéndonos desde México hacia el sur, encontramos que en Centroamérica el autor también generó admiración. El cuentista guatemalteco Augusto Monterroso afirmó: «Las atmósferas creadas por Rulfo son tales que en ocasiones bastan para producir más de un estremecimiento».

Si seguimos bajando por el continente llegamos a Colombia, donde la obra de Rulfo es aún hoy de gran importancia y tocó a muchos de sus literatos más reconocidos. Gabo llegó a México en 1961 buscando encontrar el motor de su gran obra; sin mucho dinero, pero con impetuosas ganas de escribir, empezó a acercarse a los grupos culturales mexicanos: «Un día Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa ‘¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!’ Era Pedro Páramo (…) desde la noche tremenda en que leí La Metarmofosis de Kafka (…) había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El llano en llamas, y el asombro permaneció intacto». Juan Rulfo fue para Gabo su camino a Damasco: las palabras de aquel le abrieron los ojos y lo llevaron a escribir Cien años de soledad. Años después de su vida en México, recordaría: «El escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros (…) Ahora quiero decir también que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias, y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez. No son más de 300 páginas, pero son casi tantas, y creo que tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles».

Acercándonos al extremo sur llegamos a Uruguay; Eduardo Galeano afirmó en un encuentro con el mexicano, lo siguiente: «Juan Rulfo dijo lo que tenía que decir en pocas páginas, puro hueso y carne sin grasa, y después guardó silencio. En 1974, en Buenos Aires, Rulfo me dijo que no tenía tiempo de escribir como quería, por el mucho trabajo que le daba su empleo en la administración pública. Para tener tiempo necesitaba una licencia y la licencia había que pedírsela a los médicos. Y uno no puede, me explicó Rulfo, ir al médico y decirle: ‘Me siento muy triste’, porque por esas cosas no dan licencia los médicos».

También en esa república oriental nos encontramos con Juan Carlos Onetti, quien, en el Primer Congreso Internacional de Escritores de Lengua Española, que tuvo lugar en Las Palmas de Gran Canaria, fue designado presidente. Gran amigo de Rulfo, prefirió pasar los días en el bar del hotel con el mexicano, evadiendo el magno evento. Onetti recuerda que al sentarse en la mesa, siempre le preguntaba lo mismo:

«—Querido Juan, ¿hay Cordillera?

Y tu contestarás que no, también por enésima vez y seguirás embriagándote con la inmortal Coca-Cola, orgullo legítimo de la cultura yanqui».

Cordillera fue la novela que Juan Rulfo nunca terminó y nos quedó debiendo a todos sus seguidores.